El día que recibí este aparato no entendí nada. Ha sido así desde entonces. Giro y giro y cada vez se ve más borroso. Y no tengo quien me explique cómo desempañarlo. Ahí atrás se adivina algo azul, redondo, no llego a distinguir si es brilloso. Me esfuerzo, pero todo es conjetura. Mi vista sigue opacada.
Hago rodar el cristal y ahora el azul y su reflejo me abruman. Es repentino: el color se expande tanto que mi ojo no puede comprender. Veo una superficie lisa, lustrada, que cobija un color con variaciones. Como olas, con un azul más intenso a veces. Estoy muy cerca, pero igual llego a adivinar una curva. Hay un horizonte. Ahí el color es todavía más profundo y no podría asegurar que sigue siendo azul.
No sé cuál es el secreto. Pero a veces, en días como hoy, creo intuirlo. No hay receta, no hay bien o mal, no hay secreto. Cerca, borroso, grande, absoluto. Cada uno puede elegir cómo ver su azul. Suena fácil así puesto, pero cuando los vas rotando, son los mismos cristales los que te confunden y te hacen creer que alguno de ellos, uno que todavía no descubriste, puede hacerte ver
Caigo en la trampa. Me olvido del secreto y vuelvo a cambiar el cristal. De repente todo se oscurece. Es una oscuridad opresiva y, aunque estoy en la misma posición que antes, ahora me cuesta respirar. Abro la boca grande y pienso con cada exhalación. “¿Ves? Estás respirando, tranquila, ¡si estás respirando!”. Pero no siento que esté respirando, siento que estoy esforzándome por alcanzar un aire que está cada vez más arriba. Me agarro el pecho, vuelvo a abrir la boca, hago mucho ruido al respirar, para demostrarme con esa sonoridad que el aire está entrando y saliendo. Pero el cristal me muestra otra cosa. Veo encierro y dudo hasta de mi respiración.
Me cuesta un par de horas hasta que el secreto asoma de nuevo en mi cabeza como una posibilidad para abandonar el ahogo. Entonces vuelvo a probar. Otro cristal más. La sensación inaugural llega por los ojos, pero no me fijo en el azul. Lo primero que siento es que de repente veo. No me detengo a pensar que, en realidad, todo el tiempo estuve viendo. También cuando veía encierro.
Cuando mi respiración se calma, cuando puedo finalmente olvidarme de la obligación de respirar, el color vuelve a dibujarse ahí, a través del cristal. Esta vez el azul es casi verde y me pregunto si es un verde esmeralda o un verde podrido.
Pero no importa la respuesta, porque la pregunta encierra un truco. Podría seguir girando el aparato por meses, por años. Podría girarlo hasta que me muera, si tengo ganas. Pero lo mire como lo mire, nunca sabré lo que hay atrás de este vidrio.
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