3.2.08

La búsqueda del sitio


...recalcó claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.

Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el zaguán, hasta hallar el sitio.

(...)

La norma general era "sentir" to­dos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.

Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios posibles era avasa­llador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos resulta­ron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha seve­ridad, me advirtió que resolver el problema tal vez requirie­ra días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no podría men­tirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.

(...)

Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de espaldas.

Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Expe­rimenté las mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.

(...)

Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme en la chaqueta cuan­do sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sen­sación física de que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso. El ca­bello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.

Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la pie­dra junto a mi zapato. De allí me dejé resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producir­me tal susto. Pensé que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.

Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuer­zo por dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, pensé que tal vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.

Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.

‑Hallaste el sitio ‑dijo.


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